Por: Ornella Suárez Vidal*

Lo sucedido el pasado 7 de junio solo deja un amargo sabor de un intempestivo viaje al pasado. Para mis generaciones, es algo más parecido a esas historias de los abuelos y nuestros padres en la adultez temprana, conocidas como la época más oscura de nuestra historia: el terror a flor de piel sembrado por la violencia, el terrorismo, las guerrillas y el narcotráfico.

Sobre el senador y precandidato Miguel Uribe Turbay, a quien, por supuesto, le deseo con optimismo una pronta recuperación y la dicha de volver a estar reunido con sus seres queridos, le manifiesto toda mi solidaridad. Por respeto a él y a su familia evitaré hacer comentarios, porque ya bastante se ha dicho de manera irresponsable, y la verdad es que solo es a las autoridades competentes a quienes les corresponde esclarecer lo sucedido.

Por eso, centrémonos en una visión general de lo que hemos presenciado los últimos días en Colombia: un escenario lamentable que parece estar emulando el de los años 80; un ambiente de terror que, además del estremecedor suceso del pasado sábado, incluyó 24 ataques y ocho muertos en el Valle y el Cauca, dos departamentos azotados por la criminalidad y el narcotráfico.

Pero adicionalmente, ese viaje en el tiempo pareciera una copia mal remasterizada donde se asoma la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente. A diferencia de la de 1991, que nació de un amplio consenso social y una movilización genuina de la ciudadanía impulsada por las juventudes, las víctimas y las organizaciones sociales, la propuesta actual parece surgir desde el poder, con escasa deliberación pública y sin garantías claras de inclusión de otros sectores. La ausencia de un proceso transparente y participativo genera por obvias razones, desconfianza en buena parte de la población.

En esta ocasión, además, se suman otros factores: una alta polarización, los mensajes cargados de odio a través de las redes sociales y los discursos incendiarios, tanto de creadores de contenido como de líderes de opinión, que incitan a la violencia, y deshumanizan a sus contradictores. Y es que, a diferencia de aquella época, me atrevería a decir que los discursos de animadversión no eran tan taquilleros como los de ahora, porque en nuestros tiempos las redes sociales han servido como mísiles de odio a través de la palabra.

La situación en el Valle del Cauca es especialmente alarmante. Según la Defensoría del Pueblo, el 67% del departamento está en alerta debido a la expansión de grupos armados ilegales como las disidencias de las FARC, el Clan del Golfo y el ELN. Estos grupos han intensificado sus ataques en municipios como Jamundí, Buenaventura y Cali, generando desplazamientos masivos y sembrando el terror entre la población civil.

La respuesta del gobierno no ha sido suficiente. Aunque se han desplegado fuerzas militares y se han realizado operativos, la violencia persiste y se expande. La falta de una estrategia integral que aborde tanto la seguridad como las causas estructurales del conflicto ha permitido que los grupos armados ilegales sigan operando con impunidad. Es urgente que Colombia recupere el rumbo. No podemos permitir que el miedo y la violencia nos retrocedan a épocas que creíamos superadas. Es necesario un compromiso real con la paz, la justicia y la reconciliación. Solo así podremos evitar que este amargo viaje en el tiempo se convierta en una pesadilla interminable.

*Periodista y magister en Comunicación Política y Gobernanza Estratégica en The George Washington University, experta en campañas políticas, le apasiona la política y los liderazgos femeninos, pero es una observadora crítica del feminismo contemporáneo.